Me repetía que no era bueno hacer corajes. De algún modo parecía que este embarazo me había movilizado mis hormonas más de la cuenta, pues notaba que me indignaba muy a menudo, pero silencioso, sin gritería. Esos corajes que se quedan dentro para no hacer las cosas más difíciles. Sin embargo, ahora irresponsablemente me dejaba llevar por la desilusión y la rabia. Eso no era sano para mi bebé, quién estaba allí, sintiendo todas mis emociones.
Para cuando llevaba dos meses y medio de gestación, empecé con agudos dolores en el vientre, algo me indicaba que no estaba bien. ¿Qué podría ser? Fui al médico y luego de una revisión minuciosa me dijo: “señora usted no se va de aquí. Está con peligro de aborto. Tiene que guardar reposo absoluto y bajo estricto control”. Me asusté muchísimo. Me tuvieron en cama tres días, durante los cuales se aparecía Salvador. Si bien me daba buen trato, podía sentir la precariedad de su afecto y la seguridad de que hiciera cuanto hiciera, seguía siendo el mismo. Sus muestras de cariño no pasaban de preguntas tópicas de: ¿Cómo estás? ¿Qué dice el doctor?, etc.
No sé qué le pasa a la gente cuando uno está enferma... ¿Lástima, remordimientos? Ahora que lo pienso, era cuando sentía que tenía a Salvador preocupado, pendiente de mí. El doctor me revisaba los signos vitales y me mantenía con los pies hacia arriba. Me explicaba que no me podía dar nada por el momento hasta que el bebé tuviera los tres meses requeridos, porque hasta entonces no estaba formado. Aunque la fiebre que traía no se me quitaba tampoco. Ellos decían que era por una infección en los riñones, así que me daban a tomar mucha agua.
Fueron días muy duros para mí. Así que pedía a Dios por mi niño o niña. Le decía que por favor se quedara allí conmigo, que yo lo quería mucho y que le cuidaría a toda costa, aunque su papá no lo hiciera. Ese fue mi propósito y mi decisión desde el inicio de mi embarazo. Por fin pasaron los días más pesados. Me dieron la posibilidad de ir a casa, pero debía continuar con el reposo. Pasaba uno, dos, tres días y volvía a observar a Salvador con esa angustia de querer salir. También noté cierto coraje por tener que estarme cuidando y no poder irse a su antojo. Era una sensación de malestar que provocaba en mí al enfrentarme a una cruda realidad: no cambiaría ni con un bebé, ni con los que fuesen. Eso era una gran verdad y había que asumirla. Tampoco podía dejarlo con todo eso porque iba a tener una familia, valía la pena seguir luchando por ella. Tremenda disyuntiva, ¿verdad? Quería salir corriendo de la casa y no regresar. Sin embargo algo me detenía. El sentir que ya tenía una familia; hijos, que tanto anhelaba... Pero, ¿a qué precio? Recuerdo sus palabras después de días de verme en cama:
—Lo que pasa es que eres bien huevona, no quieres limpiar la casa y te gusta estar tiradota, acostadota por eso, ¿...es que te haces?