El día 5 de agosto de 2010, se producía el derrumbe de un yacimiento de oro y plata de la mina San José en Copiapó, Chile, dejando atrapados a 33 hombres a casi 700 metros bajo la superficie. Hasta aquí una noticia que desde hace casi tres meses recorrió el mundo entero.

Lo cierto es que los  69 días que permanecieron bajo tierra los mineros, cada informe que se emitía, cada movimiento en pos del rescate fue seguido con sumo interés por cada hogar, como una especie de Gran Hermano. Veíamos televisados los vídeos que llegaban a los medios de lo que sucedía con estos hombres en su prisión natural, al mismo tiempo que en la superficie una enorme cantidad de gente se unía para buscarle la vuelta a cómo llegar hasta ellos. Pero el desánimo no tardó en oscurecer la algarabía de saberlos vivos, cuando los encargados de las tareas de rescates, expusieron que éste no se llevaría a cabo de inmediato ya que las condiciones no estaban a favor. La indignación creció a límites de escalofríos cuando se dijo que la operación llevaría al menos cuatro meses.

Pero ahora con el final feliz que todos conocemos, deseo resaltar los momentos buenos, esos que arrancaron lagrimones a los espectadores de todo el mundo. Cuando el presidente chileno Sebastián Piñera,  quién siguió personalmente todo el proceso de búsqueda de algún indicio de vida, al decimoséptimo día de sondeos, es decir el 22 de agosto,  salió frente a las cámaras anunciando al mundo que la sonda de rastreo había salido portando esa nota, que sostenía en lo alto para que todos, supieran que habían sido hallados vivos. Las siete palabras que las familias de estos hombres y el mundo no olvidarán jamás.

Con celeridad se pusieron a la labor de realizar los trabajos de emergencia, para acondicionar un conducto con el objeto de suministrarles alimentos, agua y todo lo necesario para monitorizarles de manera de tener a estos hombres conectados con el mundo mientras se llevaba a cabo el operativo de rescate.