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Escritores
Magda R. Martín
 
 

      La casa, preciosa, de dos plantas —yo que no entiendo nada de arquitectura, sólo supe decir: “muy inglesa” y con esas dos simples palabras dejé clara mi opinión—,  tenía ubicada en un hueco del techo del piso superior, una escalera escamoteable  mediante la cual, se accedía a un desván que acabó siendo el refugio de mis correrías por aquellos novedosos lugares. La curiosidad que siempre he sentido por las cosas antiguas fue lo que me llevó a husmear entre los trastos inútiles que se acumulaban en aquel altillo y dentro de un arcón que contenía libros, cajas con  miniaturas, cintas,  cromos y  bagatelas, encontré la carta.

     El sobre, amarilleado por el tiempo, iba dirigido a una “Lucía” que usaba un apellido coincidente con el mío, por lo que saqué la conclusión de que debíamos de ser parientes. La escritura picuda, de caligrafía anticuada, casi ilegible por el deterioro causado en el transcurso de los años, me emocionó con una desproporción tan intensa, que tuve que reconocer con extrañeza, lo incoherente del sentimiento.

      Aquel último párrafo, aunque poético, se apartaba de las expresiones actuales mucho más desenfadadas, hasta el extremo de resultar visiblemente cursi, sin embargo, no me causaba rechazo sino una inquietud que rememoraba sensaciones vividas, incomprensibles para mí. Ese sentimiento interno de pertenencia, fue lo que me decidió a indagar en aquel hecho. Algo misterioso me impulsaba a descifrarlo, algo importante que formaba parte de mi vida aunque no quisiera admitirlo.

      Con la carta en el bolsillo de mis vaqueros, salí de la casa dando libertad a mis pasos para que buscaran un camino. Mi mente estaba vacía cuando llegué a una colina desde la que se divisaba una pequeña bahía. Sentada en la cumbre, saqué la carta y volví a leerla. Sus palabras impregnaban todo mi ser de una alarmante seguridad en el conocimiento de la situación que, paradójicamente, resultaba irreal. Era una carta de amor, de triste ruptura. Raúl, el firmante, intentaba explicar a su amada Lucía, las circunstancias  que le obligaban a contraer matrimonio con otra mujer. Yo, ataba cabos. Lucía y yo éramos parientes, sin duda, pero ¿por qué yo sentía como propio aquel dolor? ¿Qué era lo que  nos unía, además del parentesco, para que me afectara con tanta intensidad aquella ruptura?

      Cerré los ojos con la intención de visualizar a Lucía, quería introducirme  en su piel y participar de sus vivencias para poder adivinar aquel entroncamiento. Mientras me sumergía en su personalidad y meditaba serena y ausente de cuanto me rodeaba, noté como el viento azotaba mi rostro.

       Cuando pasado un rato abrí los ojos, todo parecía igual. Yo seguía allí, en la colina, en la época actual; abajo el mar, la bahía, sin embargo, el enfoque del entorno era diferente, algo en el tiempo se había trastocado.

 
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