En mi mano continuaba la carta fechada el 1 de Junio de 1890 y leí...: "Amada Lucía...” A lo largo de las líneas se sucedían las palabras de disculpa con un manifiesto propósito de dar alivio al dolor, para finalizar con aquellos poéticos términos que revelaban la desesperanza de un alma resignada a la que el destino había arrancado por la fuerza una tierna ilusión: "...El día está hermoso... El viento mece las hojas de los árboles y los alhelíes despiden su dulce aroma. Hay silencio en el camino. El cielo es de un azul intenso, como acostumbra a ser el cielo de Madrid en primavera. Querida mía, te amaré a través de los siglos... siempre..."
Entonces comprendí con diáfana claridad toda la historia. Lucía y yo compartíamos la misma esencia, éramos una. Y como un milagro, recordé sin obstáculos, con evidencia de detalles, la experiencia vivida aquel día de 1890 cuando llegué a Madrid desde Inglaterra, agotada por el largo viaje. Volvía a España con la esperanza de fijar la fecha de mi boda. Ya alojada en la casa paterna, pronto observé la piedad en las caras de los que me rodeaban mientras buscaba una explicación al silencio y a la incomprensible ausencia de Raúl, el hombre que, esperaba, fuera mi esposo. Lo supe más por los susurros de la servidumbre que murmuraba, “él se ha casado con otra”, que por las que hubieran sido necesarias explicaciones de mis padres, los cuales evitaban toda conversación sobre aquel suceso a la espera, tal vez, de un milagro que no llegó. Yo no podía creerlo. Era una broma, una confusión. Una tardanza involuntaria retenía a mi amado y no podía comunicarse conmigo.
Al fin, la certeza del hecho se hizo patente al transcurrir los días sin sus noticias y supe la verdad por mi madre: “Sí. Se ha casado con otra. Debes olvidarlo”
Con aquella tristeza inmensa comencé a languidecer de nostalgia encerrada entre las cuatro paredes del hogar que para mí resultaba una cárcel. Un día de Domingo, mis padres me obligaron a salir a pasear por el Parque de El Retiro para ahuyentar mi tristeza y allí, casualmente, lo volví a ver.
Daba el brazo a una hermosa joven vestida de azul celeste. Al pasar por mi lado, se limitó a levantar ligeramente su sombrero en un saludo de cortesía al mismo tiempo que sus ojos traspasaban los míos con una mirada triste que removió mis sentimientos. Se había casado con otra pero me amaba a mí. Pude leerlo en la visión fugaz del grito de sus pupilas que me comunicaron los sentimientos de su corazón obligado con pesar, a guardar silencio. Bajé la sombrilla hasta cubrir mi rostro fingiendo un interés por una flor invisible a través de las lágrimas. Días después, mis padres decidieron enviarme otra vez a Inglaterra, a casa de mi tía-abuela Ágata, en Cornualles. La distancia y el tiempo me ayudarían a olvidar, me dijeron. Pero el olvido de aquel intenso amor no era fácil. La carta remitida por Raúl poco tiempo después y que ahora, transcurrido más de un siglo, estaba en mis manos, lo afianzó y marcó mi vida para siempre.