—No queda casi gas, hay que ir a la gasolinera, ¿me oyes? —Es la voz de Majo— Vale, sí, te he oyido —y esta, la de Mante.
Las dos, viven en la villa desde hace poco menos de un mes, junto a su perro “chucho”. Son ocupas, aunque ellas prefieren definirse como “aprovechadoras de los excedentes de los ricos”.
—Pues ya estás cogiendo el San Fernando y yendo a por una bombona.
—¿Ahora? —Contesta Mante.
—Sí, ahora —dice Majo—. Si quieres cenar, claro.
Mante se acerca a su compañera, la abraza por la espalda y dice con un ronroneo:
—Podemos cenar otra cosa...
—Quita, quita... Si fuera por ti, no tendríamos otro menú. Anda, ve... ¡Y ya veremos después!
Se oye un suspiro, seguido de la voz de Mante:
—¡Vamos Chucho¡ A cumplir las órdenes de la dueña.
Llevan tres años juntas, viajando donde les lleven sus pies, ganándose la comida con la zanfona de Mante, la voz de Majo, y las viejas, viejísimas canciones trovadorescas del Medievo. Tienen el empuje de su juventud, el espíritu de los seres libres, y la fuerza del amor que las une… y a Chucho, un mil leches, golfo y guaperas que las sigue fiel desde que lo encontraran de cachorro tirado en una carretera.
—¡Butaneraaaaaaa!
Escucha Majo a sus espaldas, y no puede evitar esbozar una sonrisa. “Pero qué petarda eres”, piensa para sí y se vuelve con la misma ilusión de cuando se dieron el primer beso, la ilusión de aquella que sabe que aunque esté anocheciendo, la luz siempre llega con ella.
—¡Derrengados estamos! ¿A que sí Chucho? —Dice Mante.
—¡Guau! —Contesta convencido y divertido Chucho.
—¡Ya será menos, camarada! —Contesta riendo Majo-. El peso de un camping-gas no es tan terrible…
—¡No! —Contraataca Mante— La terrible eres tú... ¡¡¡A por ella Chucho¡¡¡