Carajo, panadería cerrada. Tendré que caminar hasta la que está detrás del parque, mierda. No me gusta que los desconocidos me vean en pijama. Qué se le hace. Camino calle abajo leyendo la sección de deportes del periódico, juego ahora a aguantar la respiración mientras leo, definitivamente mucho más divertido que lanzar monedas al aire.
Cruzo el parquecito, entro al callejón. Llego a la mitad y nos hemos tropezado frente a frente. Él también iba leyendo el mismo periódico, es apenas un par de centímetros más alto que yo, tal vez no, también está en pijama; unos años más, unos años menos, la barba crecida como la mía. Disculpa, decimos a la vez.
Doblamos nuestros periódicos, sonreímos cortésmente al mismo tiempo. Lo esquivo hacia la derecha, él va hacia el mismo lado. Nos topamos otra vez, frente a frente. Disculpa, repetimos al mismo tiempo y nos quedamos estáticos antes de elegir un camino. Lo esquivo hacia la izquierda, volvemos a estar de frente. Inclinamos la cabeza al mismo tiempo. Jeje, al mismo tiempo. Me detengo, nos detenemos.
Puedo observar mi frustración en sus ojos. Al parecer el tiene el mismo deseo por avanzar que yo. Pase usted, señor. Mierda, lo hemos dicho al mismo tiempo. Debe ser una broma o algo así. Tosemos al mismo tiempo. Salgo corriendo hacia el lado derecho. Mierda, él ha hecho lo mismo. ¡Basta ya!, grito, gritamos.
El sudor que veo caer por su frente es mi sudor. Nos quedamos dubitativos por unos segundos. Por qué no… hemos dicho al mismo tiempo, más calmados; no continuamos la frase. Avanzo decididamente hacia la derecha y nos volvemos a chocar. Carajo, al mismo tiempo. Mis movimientos son los suyos, mis miradas y mis palabras; quiero pensar que el único lugar en el que estoy a salvo son mis pensamientos pero un escalofrío me dice que no. Repetimos nuestros movimientos y amagos de palabras. Lanzo un golpe con dirección a su rostro hacia su rostro. Nuestros puños chocan, él ha tenido la misma intención. “No puedes golpear a tu reflejo”, suena en mi cabeza (y en la suya, seguramente). Nos apartamos unos metros. No puedo evitar la sensación de náuseas.
La agitación es llevada al extremo con cada segundo que pasa y en que nuestros movimientos, palabras y pensamientos son los mismos. Avanzo en mi último intento. Volvemos a chocar. Ya no pedimos disculpas ni decimos nada por miedo a que el otro repita exactamente lo mismo, estamos en silencio y se puede oír nuestra respiración agitada, al mismo ritmo. Retrocedemos un par de pasos más y nos miramos detenidamente. Quisiera decir algo y veo en él la misma intención que la mía. Decido callar, decidimos. Nos damos la espalda y nos alejamos poco a poco, sin voltear.