
EL ENOJO
Ya era de noche y como les he contado, empezaba a comprender algunas de las cosas que me iban sucediendo, aunque al principio era más una sensación, algo intuitivo, que una certeza. Cuando él no llegaba me preocupaba. Seguía creyendo que yo había hecho algo malo, justificándole de algún modo su proceder. ¿Qué por qué pensaba así? Quizás aún estaba demasiado enamorada, aún estaba muy vivo el recuerdo de nuestra boda, la más estupenda que jamás pude haber tenido, con mi vestido blanco ceñido, bello y de ensueños, porque así lo había escogido.
Él era muy bueno, había cumplido con esos detalles, cosas que a las mujeres nos resultan importantes y al darnos el gusto, ya nos enamoran perdidamente. No era malo, ¡claro que no! Esa era mi tesitura, justificarle hasta los desplantes más descarados. Así que limpiando la casa pensaba que era lo mejor que podía hacer, poner una velita por aquí, unos adornos por allá y me la pasaba ideando que más podía ponerle a ese departamento tan lindo a donde me había llevado. Sí…, un sitio con grandes lujos, que jamás había soñado. ¡Era sensacional!
Mis amigas siempre me decían que les gustaría vivir en un lugar así. Con todas las comodidades y tan colmado de lujo y confort.
¡Vaya! —¡me decían— ¡Tú sí que tuviste suerte! Qué gran hombre es Salvador, tan tierno… Te quiere mucho eso se nota.
Me hacían sentirme orgullosa de mi status con sus palabras; pero algo no funcionaba… Me la pasaba pensando en eso cuando me encontraba hablándome a mí misma, mirando por la ventana. Observaba tantas cosas: a la gente caminar de prisa... Se me antojaba que era por su trabajo; no meditaba acerca del por qué me gustaba ver a las parejas agarradas de la mano, sólo tenía dudas sobre si de verdad se querían o solo fingían su amor. Qué difícil era convivir con alguien... Solía decirme mientras miraba por esa ventana. La susodicha ventana, pasó a ser algo especial en mis días. Por ahí podía apreciar las sonrisas que en mi rutinaria soledad no experimentaba. Podía ver a los niños gritar, algo más en mis deseos incumplidos, que anhelaba hasta el dolor. Un bebé. Ese hijo que sintiera en mi vientre para después verlo saltar en casa. Entonces volvía a mí la culpa: si Salvador no llegaba era por no darle ese niño que tanto ansiaba. ¡Quizás eso era! Y nuevamente la tristeza me invadía, al darme cuenta que la vida no me daba ese regalo.