Su idea de familia se basaba en el respeto por el prójimo, luz apagada luego de las 22 hs., nada de niños que fastidien, y sobre todo cero alcohol. Su marido solía empinar el codo (que en paz descanse), y según ella, hasta las plantas más lozanas se le habían secado por culpa de sus borracheras.
Por medio de su sobrino, que de pequeño manifestaba su afición por ser detective, se valió de informes de cada uno de sus inquilinos para asegurarse que entraban dentro de la categoría de pensionistas aceptables. Muchos llevaban años en este pulcro recinto, y a la larga, habían conquistado su estricto y amurallado corazón.
Jaime, que así se llamaba el sobrino, siendo huérfano de madre y padre, adoptó a mamá Pura, con una convicción casi fanática que conmovía el alma de quien fuera testigo de su devoción. Parecía extraño verlo tan escuálido y sin embargo poder albergar tanto cariño por esta mujer que le diera seno en su hogar al quedarse viuda, allá por el año 1979.
—“Usté estudie, mijito, y sea digno de las enseñanzas de esta vieja que lo quiere bien; recuerde que aunque sea pobre, la cuestión es que no se le note… Camine con la frente bien en alto y esconda tras esos anteojos culo de botella que usté usa, todo sentimiento de debilidá, mire que la gente es mala y siempre quiere hacer leña del árbol caído”…
Pura, trataba a todos los pensionistas con la misma vara justiciera, pero en caso de necesidad, la vara se volvía más o menos flexible: si alguien se enfermaba, la ración de comida se agrandaba como por encanto, y se le toleraba el atraso en el pago del alquiler por tratarse de una cuestión de salú, como solía decir.
Era ella quien cocinaba y exigía la presencia de todos en el comedor a la hora del almuerzo. También lavaba la ropa de aquellos que así se lo encomendaban, por una suma casi simbólica adicional a la cuota habitual, por supuesto que estos rebusques le venían muy bien, y de vez en cuando se daba algún gustito comprando chucherías que la hacían feliz.
Mientras corría la vida con un ritmo predecible para esta pensión y sus habitantes, algo cambió de repente: comenzó en Pura una emoción nueva en su corazón, al que ya creía indemne de los caprichos del amor.
Empezó a perder el sueño por Don Arturo, un nuevo pensionista, que llegó y la vida de todos giró ciento ochenta grados.