Como de costumbre, se fue al cuarto a acostarse y yo me fui a la cocina. Aún no sé cómo pude andar, ya que me temblaban las piernas de coraje y de miedo. Dejé el cuchillo. Fue entonces que pude visualizar lo que pude haber causado, de haber continuado la pelea. Estaba tan decidida a todo para demostrarle que a una mujer no se le tocaba.
Que no me detuve a pensar en las consecuencias de mis actos. La noche me resultó corta para mitigar la desesperanza, el dolor, la frustración de ver mi vida con una persona que definitivamente no me amaba. Me preguntaba, cómo pude ser capaz de amenazarle con un cuchillo.
Hasta dónde hubiera sido capaz de llegar con ese desafío? No lo sabía, afortunadamente no se produjo más que un corte, un raspón. Es cierto, le había metido a ese macho un miedo que no contaba tener, y ya no volvería intentar pegarme. ¿Pero a qué coste? Por un lado, me sentía tranquila ya que no me pegaría otra vez.
Y eso era importante para mí. Pero las cosas estaban mal por ambos lados: yo le llamaba pegarme; para él era solo tocarme con su mano un poquito. Tanto lo repitió, que por un instante así llegué a creerlo. Seguía machacando el hecho de que tal vez, no era “golpear” sino tan solo hacerme reaccionar, para que entendiera que así era un matrimonio.
Mi cabeza se confundía ante tantas opciones. ¿Era normal? Esa rutina, ¿era parte de un matrimonio bien avenido? Si lo único que quería era a alguien que me abrazase fuerte y diese afecto, no que me lastimara. De verdad, ¿yo provocaba todas esas situaciones? ¿Hasta qué punto estaba mal mi actitud?
Definitivamente, tenía ganas de salir huyendo. Pero, ¿cómo iba a defraudar a mis padres , si apenas tenía dos meses de casada? Tenía que aguantarle pues nadie me había metido en el matrimonio, por lo que debía soportar la suerte que me tocó.
Con el paso de las horas, los días, todo se enfría y se pasa a la resignación y al costumbrismo. En esa ocasión, cedí. Me consolé pensando que al día siguiente todo pasaría y aunque no lo sabía a ciencia cierta, no había muchas opciones. La única cosa que no podía esquivar, era el dolor de cabeza por el soberano golpe. Como ya era habitual, llorando quedé dormida en la sala del departamento.
¡Sí! Tal vez, así son los matrimonios, ¿verdad?