Volvió a fijar su vista cansada en la misma dirección por un buen rato, pero esta vez no pudo distinguir nada fuera de lo común. Supuso que la ansiedad buscaba cierto alivio jugando cruelmente con sus sentidos. Suspiró apesadumbrado y se contentó con admirar la sublime vista a su alrededor.
Muy pocas veces, en sus tantos años de marino, el almirante había tenido la oportunidad de presenciar un espectáculo tan sereno y apacible como el que esa noche le ofrecía con tanta generosidad. Era una ocurrencia completamente inusual para el sitio donde se hallaba, un lugar en medio del océano, cuya vastedad ningún ser viviente conocía aún con exactitud.
El incompleto disco lunar en su cuarto menguante, se reflejaba en el agua mansa con tal fidelidad y nitidez, que daba al observador la rara sensación de estar presenciando dos lunas gemelas enfrentadas. La luz que de ella emanaba, platinaba la tersa superficie del agua y bañaba la cubierta del navío con un resplandor metálico, casi de diurna claridad. El velamen, desprovisto por el momento de vida, yacía fláccido, indolente, pendiendo de sus ataduras con aspecto blanquecino y fantasmal.
Le resultaba difícil adivinar la hora, pero calculaba que era muy tarde, pasada la media noche. La temperatura, a pesar de la ausencia de brisa marina, era lo bastante fría como para hacerlo estremecer ligeramente. Se caló el gorro hasta cubrir completamente las orejas, se ajustó un poco más el cuello del abrigo y cruzó los brazos metiendo las manos bajo las axilas, mientras exhalaba un vaho neblinoso al ritmo de su queda respiración; siempre contemplando pensativamente el majestuoso horizonte, donde agua y cielo se fundían en una penumbra que diluía totalmente cualquier delimitación.
El resto de la tripulación, a excepción del discreto timonel y el vigía en el carajo, gozaba de un descanso tan desacostumbrado como profundo, y el almirante reclamaba para sí el pleno disfrute de ese raro momento de quietud y soledad. Al espléndido panorama, se añadía un cadencioso, lento vaivén de la cubierta bajo sus pies, acompasado por un tenue quejido de tablones, que delataba a quien lo supiera escuchar, una tácita muestra de fragilidad en la estructura de la nave.
Continuó desechando su propia necesidad de dormir y su cansancio en favor de tiempo para reflexionar, queriendo sacar provecho de aquella ocasión casi ideal. Entonces, gravemente, comprendió la aterradora insignificancia de todo su pertrecho naval de vanguardia, ante la magnitud de aquella formidable fuerza natural, ahora en reposo, rindiéndose ante el convencimiento, fuera de cualquier duda, de que el éxito de su misión iba a depender muy poco de su pericia como navegante, su probado coraje o el buen rendimiento de sus barcos, y mucho de la bondad en el comportamiento de los elementos.