Volvió la cabeza hacia popa y allí pudo ver la extensa estela de blanca espuma que su embarcación dejaba tras de sí, en un oleaje de ondulaciones levemente perceptibles. Más allá, a buena distancia, pudo apenas distinguir los sombríos contornos de los otros dos navíos que lo seguían. En ese instante deseó, sabiendo que era algo imposible, que todas las noches fueran como aquella, y sonrió para sí, complaciente, con un dejo de cinismo. En el punto de la travesía en que se hallaba, ya no habría marcha atrás a menos que tocasen tierra firme. Debía afrontar lo que el destino quisiera reservarle en ese incierto periplo en que se había aventurado, contando con sus mejores recursos humanos, que intuía cada vez más vulnerables, y el inmenso favor de Dios, a quien se encomendaba devotamente cada nuevo día.
Lejos quedaba la seguridad y el aplomo con que había promocionado su expedición para conseguir patrocinio económico, primero ante Juan II de Portugal, quien ingenuamente declinara su proposición, y después ante la reina Isabel I de España, la que luego de una breve ponderación de factibilidad con su esposo, el rey Fernando II, comprendió, con mente práctica, que la corona tenía muy poco que perder y mucho que ganar si las palabras del osado almirante, acerca de encontrar una ruta de navegación directa a oriente, llevaban algo de verdad. Así, el ambicioso proyecto que el navegante había planeado con tanto entusiasmo, dio un importante paso hacia su materialización, cuando en Granada fueron firmadas las Capitulaciones de Santa Fe, llegándose a un acuerdo por el cual contaría con el apoyo oficial de la corona, más nominal que monetario, para la realización del magno emprendimiento.
Pero ahora, en el desamparo de alta mar, ningún personaje de la corte estaría presente para asistirlo en caso de apuros. Sólo contaba con sus conocimientos, sus suposiciones y con el servicio de un puñado de hombres sedientos de aventura y lucro, que no habían vacilado en dejarlo todo atrás, en pos de una ambición puramente material.
Sumido completamente en sus pensamientos, reconoció que una de las verdaderas razones que lo impulsaron a intentar llevar a cabo esta empresa, era la posibilidad de fabulosas ganancias y prestigio. Sabiendo que si lograba coronarla exitosamente, no habría forma de predecir hasta qué punto su fama y su fortuna se multiplicarían exponencialmente cuando las noticias se propagasen por Europa. Pero también era cierto que pretendía demostrar de una buena vez, en forma contundente, que la Tierra era redonda y no plana, como algunos conservadores, ignorantes y obstinados todavía sostenían.
Una brisa muy suave se hizo sentir a sus espaldas. Automáticamente, alzó la vista hacia la arboladura para ver como las velas comenzaban a hincharse gradualmente.