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Escritores
Mateo
 
 

QUIERO ENTENDER TU MILAGRO
Hoy me toco hacer guardia, esa que haces todas las noches para despertar a Ale, sentí que tosías y fui a mirarte. Y me quedé como extasiado adivinando el milagro.

Te veo hoy dormida, como nunca te había visto, se me antoja que tu cuerpo está más chiquito,  se hunde tu pecho cada vez que respiras... y es ahí que entonces, no sé cómo lo haces. Con instinto de magia, abres los ojos, sonríes y me preguntas: “¿qué pasa?”  Ese el milagro que intento descifrar, mientras llega la hora de levantar a Ale; saber dónde es que se gesta siempre esa sonrisa, que aparece incluso en medio de la fatiga.

Y te miraba en silencio, ni siquiera pestañaba. Vos abrís los ojos y me preguntas qué pasa, ¿adivinando acaso, mi miedo y mi extrañeza de saber cómo haces todos los días, para cargar un mundo con alegría? ¿A cuántos les dijiste hoy: “estoy genial, no se preocupen”, con una sonrisa que calma y fortifica? Pero, ¿sabes? Yo también te miraba y veía como tu mano iba hacia tu espalda, tratando de amortiguar el dolor que te taladra...  Sí, tú sabes lo que me pasa... Y ahora que estoy solo contando los minutos,  esperando que lleguen las cuatro de la mañana, sentía que tosías y fui a verte y en tu piel de muñeca vi bailar la luna y en tus manos escarchas que abrigué con ternura.

Y no sé, me quedé extasiado. Intento resolver el milagro, ver cómo le haces para darnos cada día un nuevo mañana.


La cultura del libro
Cuando rondaba los diez años y mis primeras lecturas eran parte de las tareas escolares y de los ratos de ocio en mi casa, nada más, por la inofensiva costumbre de leer y viajar con las historias que se desplegaban ante mis ojos, fue que aprendí lo que en mi casa me dicen “la cultura del libro”.

Don Eusebio es uno de esos personajes típicos de mi barrio, cuyas horas parecen que pasaran más lentas que las del resto, al punto de que con el paso del tiempo, él siempre está igual, sentado bajo un paraíso; termo y mate en la mañana y tarde y en las nochecitas de calor un vinito, mientras con una rama de paraíso espanta los mosquitos. Un maestro en eso de armar tabaco, lo que hace con la misma lentitud y paciencia que sus horas.

Me gustaba y aún me gusta, sentarme en el cordón de la vereda cerquita de él y escuchar sus historias, o hablar del barrio y de aquella época de esplendor de los frigoríficos. Fue así, que un día me preguntó:

 
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