Con un brazo fracturado y el otro aferrándome para no caer, no podía defenderme. Logré ponerme en pie antes de que me volviera a atizar, me sujeté y con mi pierna derecha le lancé una patada con tal furia que lo hice atravesar la cocina.
Dio contra la puerta de la alacena. Corrí renqueando, ya que al patear semejante armatoste de madera me había resentido pie y tobillo. Cogí el atizador del extremo contrario, el payaso aún seguía agarrado a él. Se estaba incorporando sobre sus enormes zapatones. En ese momento pude contemplarlo.
Sucio, aún humeante con restos de sus ropas calcinadas. La pintura casi inexistente y su boca abierta con esos dientes astillados, le daba un aspecto feroz. Me afirmé bien y lo levanté con el atizador. Lo revoleé contra la mesada de mármol. No se soltaba.
Lo levanté nuevamente y le propiné otro golpe contra el suelo logrando que se soltara. Me quedé mirándole y veo con sorpresa que se levantó sobre sus zapatones de madera e impulsándose con sus largos brazos, se deslizaba sobe el mosaico haciendo ese rasss tan repulsivo. Esta vez, la oscuridad no le ocultaba y yo tenía el atizador. Se lanzó y le di de lleno dejándole la cabeza medio colgando. Se levantó y me miró desde esa postura extraña. Ya no estaba dispuesta a seguir ese juego maldito.
Volví a darle con el atizador y lo mandé al medio de la sala. Le seguí, volví a arrearle y esta vez quedó a unos centímetros de la chimenea... Levantó su cabeza, con la mandíbula totalmente suelta. Esta vez de una patada lo emboqué en medio de los leños encendidos. Cogí el ron cubano que usaba en mis flambeados y se lo rocié. El fuego se avivó en grandes llamaradas, dejando un extraño aroma a ron y madera quemados. Aún me parecía que se movía mientras ardía. No estaba tranquila... no quería que permaneciera ESO en mi casa.
Me volví hacia la puerta de calle la abrí... regresé con el atizador lo cogí de entre las brasas. Era un amasijo de leños encendidos, unidos por ganchos de metal. Fui con eso hasta la puerta injuriándolo. Me acerqué a la entrada con el atizador cargando la masa irreconocible del Clowny envuelto en llamas y lo arrojé al medio del pasto. No me había percatado que yo estaba gritando de tal modo, que había llamado la atención de los curiosos vecinos que empezaron a acercarse a mi jardín.
Desde la entrada pude ver también a mis hijos y al vecino con sus hijos, mirando el espectáculo. Ricky a punto de llorar. No le dejé empezar la escenita. A esas alturas estaba más allá del dolor. Con mi brazo roto colgando, lo único que me hacía funcionar era la furia y la adrenalina desbocada. Con el rostro desencajado, despeinada y roja de ira, le miré y con una voz estridente: