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Algo que contar
por Fobio
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—Mi nombre es Luis..., Luis Ibarra, aunque  sé que aquí no importan mucho los apellidos. Mis familiares y amigos solían llamarme Lucho. —Con esta sencilla introducción, logré trasponer el obstáculo de la timidez inicial en mi presentación. En realidad, yo mismo no logro entender por qué tuve que salir tan tarde aquella noche, cuando la visita a mi amigo Ernesto pudo perfectamente haber esperado uno o dos días más —Expliqué a una audiencia que sabía estaba allí, pero que sin embargo era incapaz de ver.

Ese, era uno de esos días en que me sentía dominado por una intensa sensación de apatía desde el instante en que desperté. No tenía ganas de hacer nada, ni en el trabajo ni en casa.

Por eso fue un impulso casi indescifrable el que me llevó, después de cenar solo como siempre frente al televisor, a levantarme de la mesa, ponerme el abrigo y salir abruptamente hacia la calle pensando en Ernesto convaleciente, a quien unas horas antes había prometido por teléfono ir a verlo luego de su accidente con la moto.

—Bien sabía que era un día de semana, pero no me importó porque mi amigo se hallaba con parte médico, sin trabajar, y además, nunca se acostaba temprano. Yo tampoco tenía ganas de irme a la cama para terminar de una manera tan estéril esa jornada intrascendente. De pronto quise salir y Ernesto era una buena excusa —Miré a mi alrededor y por sobre el acre olor a humedad, otros desagradables hedores se colaron indiscretamente en mi nariz. Vi apenas el brillante titilar de varias ascuas de cigarrillos a diferentes alturas, lo que me indicó que, al menos los fumadores, se hallaban en distintas posiciones de comodidad para escucharme.

—Lo que no tuve en cuenta fue el horario del servicio —proseguí, sentado como estaba sobre el destartalado cajón de fruta, con las manos hundidas en los bolsillos y las solapas del abrigo levantadas—. Entre las bromas a Ernesto por su torpeza en el uso de las muletas, la historia de su infortunado percance, el café y la grapa de despedida, cuando por fin salí de su departamento, tuve que apurar el paso para poder alcanzar el último subterráneo de la noche desde Lacroze hacia el centro.

Haciendo una pausa, abarqué con mi vista casi inútil, nada más por hábito, la densa oscuridad que me envolvía en un amplio semicírculo, alcanzando a distinguir vagamente bultos y sombras en estado de reposo.

 
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