El eco apagado de alguna que otra tos y el suave sonido de respiraciones acompasadas llegaron claramente a mis oídos, confirmando que la limitación en la capacidad de algún sentido, incrementa la sensibilidad de percepción en los demás. Para disimular un poco mi nerviosismo, respiré hondo el aire frío, húmedo y viciado del ambiente, para luego continuar con voz temblorosa:
—El andén estaba casi vacío, al igual que el tren. Sólo unos pocos seres, obligados por la necesidad, o inquietos, como en mi caso, se aventuran a bajar a las entrañas de la ciudad a esas horas, que pertenecen al reino de la noche. En el vagón era el único pasajero. Podía distinguir, a través de las sucias ventanillas de los extremos, algunas otras personas cansadas en los coches contiguos. Pero todas fueron bajando en estaciones anteriores a la mía. Yo fui el último, e imagino que por decisión del destino, el elegido.
El suelo bajo mis pies comenzó a vibrar con un ligero temblor, que fue creciendo hasta una considerable sacudida por apenas unos instantes, para transformarse otra vez en un suave tremor, hasta desaparecer. Pero ya me estaba habituando al paso frecuente y cercano de los trenes, como me estaba habituando a la permanente oscuridad y la rancidez del ambiente.
Porque uno se adapta para acostumbrarse a todo, a pesar de una natural resistencia al cambio, a pesar de la sorpresa y el horror inicial. Alguien dijo alguna vez que el hombre es un animal de costumbres. Yo puedo dar fe que es así. —Me di cuenta de que tenía los pies muy fríos y encogí los dedos dentro de mis zapatos. El silencio me instó a continuar.
—Cuando el tren se detuvo en mi parada y bajé al andén, me dirigí presuroso y aprensivo a la salida. Recuerdo que no me gustó en absoluto saber que era el único pasajero sobre la plataforma. Quizás fue una premonición, o un sexto sentido, quien sabe... Eso sí, me di cuenta en seguida lo raro que sonaba el eco de mis pasos en la estación, usualmente abarrotada de un gentío bullicioso en horas más tempranas. Enfilé hacia la salida de Pellegrini casi corriendo. Me urgía llegar a la calle para ver las formas familiares y tranquilizadoras de otras personas, edificios, autos... —Me detuve por unos segundos, agitado por el vívido recuerdo de aquella dolorosa experiencia, para luego continuar con los ojos entrecerrados, reviviendo a mi pesar, cada instante de aquel episodio trascendental.
—Después de recorrer el túnel mal iluminado que llevaba hasta la salida, giré hacia las escaleras que me conducirían de vuelta a la superficie, a mi departamento y a mi modesta vida de tediosa rutina —Tragué saliva ostensiblemente—. Cuando entonces Cosme se encargó de cerrarme el paso, con su perfecta humanidad de ciego pordiosero y la inesperada fortaleza de sus brazos ágiles, que manoteaban sin tregua mi cuerpo, orientándose únicamente por los sonidos que éste producía en el vano intento de evadirlo.