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Juan C.
 
 

LA FLOR

A la vereda de la sombra inquieta,
donde nacen los sueños
y el olivo viejo cobija del calor,
tengo yo vista una flor
que se me mezcla en querencia;
la quiero dejar plantada
por alargar su vida y el capricho de verla
la riego todos los días
y con paciencia espero que crezca.
Es una flor no bella, sino más bien, de pétalos abierta.
Es una flor de pocos colores y de tallo corto
y alguna espina en su defensa.
Más es mi flor y por demás, para mí... La más bella.
La riego todos los días, con miradas de esperanza;
es una flor salvaje, libre, sin ataduras ni macetas.
Es mi flor de agosto, es mi más arrinconada promesa.

EL BURKA

La velada, como ninguna, y ya al té
nuestros rostros se cruzaron.
No sé si fue la conversación
o el aire embriagador del ambiente,
de pie mirándonos de frente
pude descubrir esos ojos azabache.
Lentamente cogió mi mano,
levantando con ella el burka;
rozando sus mejillas cálidas,
descubriendo sus labios carnosos,
carnesí, abiertos y húmedos.
Y esos ojos carbón brillante...
Se acercó y dulcemente depositó
un beso en liviano roce,
después de manera súbita,
casi violenta, casi como una afrenta,
salió callada de la tienda.

Pasó el tiempo, días, meses.
Pregunté a mi amigo por ella,
y respondió casi en forma ausente
¡No amigo, no! No puedes verla.
Levantó ante ti su burka
y pago sus consecuencias.
Un beso en la mejilla,
apenas un roce maldito,
una sombra de un proscrito,
que me aleja de ella.
Supe más tarde, que por mi incierta
destreza de no manejar las cosas,
ella, ahora tras su velo negro,
bajo las heráldicas pretensiones
de socavadas religiones,
esconde esos ojos negros,
esa mejilla tersa, esos labios,
que me trastornaron aquella noche
y alguna cicatriz para mi vergüenza.

 

 
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