Abro los ojos parpadeando aletargado. Me siento extrañamente invadido por cierto desconcierto y desorientación. No sé adónde estoy. Pero algo muy profundo me permite intuir que la mía, no es una experiencia fuera de lo común; que hay otros seres que despiertan con esa incómoda impresión de no saber con certeza en donde se hallan.
Todo está oscuro, muy oscuro. Sin embargo, no tengo miedo. El sonido acompasado, armonioso y regular de un tambor distante, me brinda la seguridad de saber que no estoy solo.
Siento una tibieza sumamente agradable a mi alrededor y una hermosa sensación de ingravidez que amortigua quedamente todos mis movimientos.
No puedo comparar esta situación con nada anterior, porque me siento totalmente falto de recuerdos y vivencias. No sólo desconozco dónde estoy, sino que tampoco sé quién soy. Eso me inquieta y produce una leve mella de irritabilidad en mi bienestar.
Mi sentir, acerca de cualquier alteración a mi situación es confuso y ambivalente. Por un lado, anhelo un cambio que ayude a descorrer el velo de mis incipientes dudas, para que me permita aprender, al menos, las más elementales nociones sobre mí mismo y el ambiente que me rodea.
Por otro, quiero permanecer como estoy, adonde estoy, sin ninguna prisa para aceptar que la maduración del tiempo haga su trabajo natural, permitiéndome conocer lo que deseo a su debido tiempo.
Los sonidos que llegan a mis oídos son de una laxa liquidez. Percibo corrientes dóciles que van y vienen, atenuándolo todo con una apacible mínima turbulencia de oleaje contenido. Y por sobre el sereno encanto de este flujo embriagador, el lejano y parejo sonido constante del tambor, cuyo ritmo se acelera o aminora, al compás del discurrir de la suave marea.
Ahora mis ojos están abiertos de par en par. Mis pupilas dilatadas al máximo. Distingo una tenue luminiscencia difusa en las sombras que me envuelven, pero sigo sin reconocer nada a mi alrededor. Porque también mis movimientos están muy limitados, aunque a veces por alguna razón, son ligeramente espasmódicos.