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Fobio
 
 

Tal era el grado de contractura en sus hombros y miembros mientras dormía, que también tenía los dientes apretados, justificando su tensa postura, mucho más propia de una situación bélica que del descanso nocturno. No por nada Romualdo García se sentía tan cansado y dolorido cada mañana al despertar.

Tenía el hábito de desperezarse lenta e intensamente para desentumecer, con gran alivio, sus músculos adormilados por la tensión, a la vez que desencajaba sus mandíbulas cerradas en un mordisco vacío, que mantenían sus dientes rechinando unos contra otros.

Sin duda el desempleo, los apuros económicos y los problemas personales que habían sumido su existencia en un profundo pozo de desesperanza, estaban surtiendo su efecto corrosivo. El hombre estaba muriendo de a poquito, carcomido lentamente por la frustración e impotencia. Que cada día lo empujaban a desear un poco menos la vida. A dejar paulatinamente de luchar, para entregarse eventualmente a su depresión, manso como una res.

Es que a García le sucedían muchas cosas a la vez, todas juntas, y no había forma que pudiese resistir mucho más tiempo el empecinado viento en contra que no daba señales de amainar.
Nada tenía verdadero sentido para él en esos días. Había llegado a conocer los logros que como integrante de una clase media ya desaparecida, se ganaban con garra, sacrificio y mucho orgullo. Supo tener un buen empleo, que en el comienzo de la optimización y reestructuración de las grandes empresas allá por la década de 1980, perdió en favor de un profesional que ganaba la mitad y producía el doble. Tuvo una familia ejemplar que se desintegró casi al mismo tiempo que su trabajo y su estilo de vida; una mujer que no comprendió lo difícil que resultaba la asimilación de cambios tan radicales, y unos hijos que tenían sus metas mucho más claras de lo que él alguna vez las había tenido, y que no vacilaron en desbandarse hacia distintos nuevos horizontes, cuando el castillo se empezó a desmoronar. De pronto el señor García se encontró solo, tristemente solo y muy decepcionado. Abandonado a su suerte como un caballo viejo que ya no podía seguir tirando del carro y de quien nadie más se quería ocupar.

Se levantó con desgano de la cama, con la tan familiar sensación de sentirse miserable. Ni siquiera le echó una ojeada al reloj despertador para saber qué hora era. No le importaba. Deslizó los pies en sus pantuflas y manoteó el atado de cigarrillos que estaba sobre la mesita de luz. Había empezado a fumar nuevamente después de varios años, pero no veía a quien podía importarle. La acción de inhalar ese humo tibio, acre y azulado, tenía un cierto efecto tranquilizador en sus nervios destrozados. Por lo menos sabía que aún tenía cierto control sobre su propia destrucción.

 
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