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Primopep
 
 

Aunque es posible que mis compañeros no opinasen igual que yo. Siempre he tenido la facultad de observar la belleza bajo un punto de vista muy alejado de lo convencional. Mientras mis amigos sólo veían tetas y culos, yo observaba ojos y rasgos. Quizá fuese un poco raro para mi edad.

Ella vestía de manera muy distinta a las demás, como si, pese a su juventud, ya hubiese decidido cuál iba a ser su estilo. Alejado de las horteras modas del momento. El pelo lo llevaba muy corto, como un chico. Muy negro y muy corto, y por eso yo no podía apartar la vista de aquella chica.

Su silueta avanzó despacio, recorriendo la clase; con su carpeta de apuntes bajo el brazo, buscando un sitio libre, y vino a parar a la única silla que quedaba vacía y que, gracias a Dios, estaba junto a mí.

Se sentó y sacó un folio en blanco y varios bolígrafos de colores. A mí todo aquello me pareció el arco iris detrás de una tormenta. Y su mirada era el sol que asomaba por entre las nubes.

—¿Cómo me has dicho que te llamas? —le pregunté.

Ella me miró sonriéndome.

—No te lo he dicho —dijo.
—Menos mal —comenté—, ya pensaba que se me había olvidado.

La chica no añadió nada más, pero una leve sonrisa afloró en sus preciosos labios sin pintar.

—¿Y bien? —insistí.
—¿Y bien, qué? —preguntó ella, al mismo tiempo que se giraba para mirarme a los ojos. Me sentí pequeñito, pequeñito. Como un ratón.
—¿Cómo te llamas? —continué—. Es que mi madre no me deja que hable con desconocidas.

La chica se rió. Tenía una risa linda, como el sonido de una cascada de agua clara cayendo sobre un manantial. Trasparente y cristalina.

—África —dijo.
—¿África?
—Sí.

 
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