BLANCO, BLANCO INFIERNO DE NIEVE
RUSIA, DICIEMBRE DE 1812.
Las cosas no siempre salen según lo planeado, y aquellos dos soldados caminaban en retirada, cerrando la fila, con las piernas hundidas hasta las rodillas en la espesa blancura. Habían comenzado a quedarse atrás.
Una hilera de decenas de miles de hombres luchando por regresar a casa. Avanzaban a duras penas por aquella vasta llanura, devastada por la guerra. Tiritaban de frío, envueltos en sus raídas mantas. Las ropas heladas y húmedas. La vieja carretera de Smolensk, bajo sus pies, en aquel momento les parecía lo más parecido al infierno. Blanco, blanco infierno de nieve.
—¿Françoise?
El otro hombre no contestaba.
—Françoise, contéstame —insistió.
—¿Qué?
—¿Nos vamos a morir?
—Sí, Laurent. Nos vamos a morir, pero no ahora. Dentro de muchos años, cuando seamos viejos.
—Ya no me siento los dedos de los pies.
—Intenta no pensar en eso y camina, ¿vale?
—Vale.
Françoise era el mayor de los dos. Debía rondar ya los cuarenta. Un soldado veterano del cuerpo de Granaderos, hombre duro y curtido. Había seguido al Emperador en la exitosa campaña de Egipto y en las guerras con media Europa.
Laurent era muy joven, apenas un muchacho. Toda la vida por delante. Pero toda la vida, en aquellos momentos, podía no resultar ya demasiado tiempo.
—¿Tú crees que volveremos a ver Francia?
Françoise seguía sin contestar, parecía concentrar todas sus fuerzas en dar el siguiente paso. Los guantes agujereados y las manos llenas de sabañones.