—¿Sabes?, quisiera volver a contemplar la verde campiña, aunque sólo fuese una última vez. Tumbarme sobre la hierba, bajo el sol, bebiendo vino…
—Sigue caminando y podrás verla.
—¿Tienes hijos, Françoise?
—Tres, el mayor debe rondar tu edad.
—¿Los echas de menos?
—Daría cualquier cosa por verlos.
Los dos hombres se estaban rezagando. Frente a ellos, huellas sobre la nieve y centenares de cuerpos congelados, semienterrados, soldados que no tuvieron fuerzas para continuar. Allá una mano rígida, asomando como una garra, como pidiendo ayuda. Vencidos por el hambre y el sueño.
De vez en cuando algún caballo, muerto también. Como un rastro siniestro al que seguir. Hacía ya mucho tiempo que habían perdido de vista al resto de sus camaradas, no había tiempo para esperar a nadie. La muerte caminaba ahora entre ellos. Extraña compañera de marcha.
—Tengo miedo, ¿tú alguna vez has sentido miedo? —preguntó el chico con un hilo de voz.
—¿Cuándo?
—Cuando entrábamos en batalla, ¿sentiste miedo alguna vez?
—Muchas veces. Es bueno sentir miedo, el miedo te mantiene alerta. Pero ahora no debes sentir miedo, tienes que concentrarte en caminar. Piensa que cada paso que das es un trocito menos para llegar a Francia.
—Tengo mucho frío.
—Ya.
—Pronto será de noche.
—Camina.
El chico comenzó a llorar, pero las lágrimas se congelaban en su rostro antes de caer.
—No llores, chico —rogó Françoise—, todavía no estamos lejos de los demás. Los alcanzaremos antes de que anochezca.
—No lo puedo evitar.
—Volverás a Francia, te lo prometo. Tú sólo anda.
A su espalda, a lo lejos, el hombre divisó varios jinetes cosacos. Caballos al galope que venían en dirección a ellos.