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ZeltiaG
 
 

Después de encender el fuego de la chimenea, en el renovado salón que ahora lucía muy acogedor y luminoso con los nuevos ventanales que daban al pequeño jardín que dominaba el frente de la casa. Típico barrio residencial con aceras anchas y arboledas a lo largo de sus calles. Mi cocina también había sido remodelada, ahora lucía de lo más moderna y funcional. Era repostera-pastelera y si bien estaba retirada del oficio, lo continuaba como hobby. Mis hijos después de clases, ordenaron su cuarto y tras hacer las tareas, se fueron a casa del vecino. Les había invitado  a ir al parque y luego a por unas chocolatadas calientes con churros al centro de la ciudad.

Me puse a la labor de preparar los merengues. Disponía de unas dos horas para preparar la nata, armar el pastel y terminar con la cena.

Escuché el inconfundible portazo. Era mi hijo pequeño...

—Mami, mami, mami... ¡Mira lo que encontré...! Quiero que me arre...
—Ahora no Ricky! Sabes que esto es delicado. ¡No quiero estropear el trabajo! Sea lo que sea, déjalo en la barra cuando acabe de dorar los merengues, veré de qué se trata.

De inmediato escuché nuevamente el portazo. Como era habitual, terminaba hablando sola. Apenas si llegué a oír lo que decía. Con la nata en la batidora; mi soplete de dorar el merengue encendido y como siempre la música de los Bee Gees a tope. ¡Nunca pasarán de moda! Trabajar al ritmo de una “Fiebre de sábado por la noche”..., no estaba nada mal.

Dispuse la capa de merengues y empecé a dorarlos. Cuando me pareció de refilón ver que la puerta vaivén de la cocina se había movido.

“Rassss, rasss”, y un tintineo. Un frío intenso me recorrió la espalda. ¡No podía ser posible!
No hice más que voltear con el soplete en mi mano, cuando vi con el rabillo del ojo que algo venía hacia mí. Un golpe en mi hombro derecho me derribó. El soplete se me cayó encendido al suelo. Creí escuchar crujir mis huesos. Aún así, con gran dolor paré el segundo golpe con el antebrazo. Me estiré y cogí de nuevo el soplete lo dirigí a mi atacante.

—¡Te haré leña, maldito pelele del infierno! —Le grité mientras crecía en mí una furia jamás experimentada. Sus ropas de seda empezaron a arder.

Antes de poder levantarme, recibí un par de golpes en el brazo derecho. Me lo fracturó por lo menos en dos partes. Con terrible dolor veía cómo se movía, parecía un brazo de goma. Volví a perder el soplete, que al rebotar en el suelo se apagó. En el momento que levanta su mano, veo claramente que me estaba pegando con el atizador de la chimenea.

 
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