—¿Tienes lumbre? —Me preguntó a continuación.
—Que va, tío. Dejé de fumar hace seis años, y tiré todos mis mecheros.
Pareció contrariado.
—Es que —me contó—, calentando la china el mío se ha quedado sin piedra y no enciende.
—Vaya —murmuré— pues tienes un problema Dios.
—Ya.
Una pareja, un chico y una chica, pasó justo delante de nosotros.
—¡Eh! —Les gritó Dios—, ¿tenéis fuego?
Ellos se acercaron.
El chico sacó un mechero Bic y se lo pasó a Dios y éste encendió el canutito.
—Gracias —dijo exhalando el humo.
—Oye, ¿tú eres Dios, no? —Le preguntó la chica.
Dios me miró a mí, luego volvió a mirar a la chica.
—Bueno, sí —admitió—. ¿Tú también tienes una preguntita que hacerme?
—No, en realidad, no.
—No, no, vega. Aprovecha ahora que estoy aquí —insistió Dios.
La chica lo pensó detenidamente y cuando finalmente formuló la pregunta, por la cara que puso, pareció que había escogido la que más curiosidad le había despertado de siempre.
—Verás Dios —dijo—, siempre me he preguntado: ¿por qué los camareros (esos que trabajan detrás de la barra de cualquier tasca cochambrosa de barrio) sólo son de dos tipos?
—¿En? —Exclamó Dios.
Os confieso que yo tampoco había entendido bien la pregunta.
—Bueno —continuó la chica—, quiero decir que los hombres que regentan estos bares, o son flacos flacos y enjutos como juncos, o son barrigudos. Pero nunca hay un término medio.
—¡Eso es verdad! —Salté yo—. Sólo los hay canijos y panzones.
Dios entonces, miró a la chica, luego me miró a mí, y luego volvió a mirar a la chica. Después dio tres caladas rápidas a lo que le quedaba del canuto, antes de apagarlo contra la arena y ponerse de pie.
—Tengo que irme —dijo.
La chica, su novio, y yo, nos quedamos un tanto descuadrados con su actitud.
—Pero… —salté yo—, ¿no vas a contestar la pregunta?
<< Continuación de... Continúa >>