La sombra del miedo
Cada noche esperaba asustado a la sombra en el pasillo.
No era un miedo irracional, como el que sienten otros niños hacia los fantasmas, ese miedo que hace que la oscuridad de la habitación esté poblada de monstruos de ojos sádicos y dientes afilados que esperan el mejor momento para sacarlos de la cama, agarrarlos por un pie y llevarlos lejos de casa. Ojalá fuese ese tipo de miedo. No, el suyo era uno más terrenal y mucho más fundado.
Marcos temía a la sombra que una o dos noches por semana avanzaba tambaleándose por el pasillo. La sombra que olía a infierno, decía cosas terribles y pegaba a su madre porque la cena se había quedado fría, porque no quedaba tabaco en casa o, simplemente, porque sí.
Nunca sabía cuándo iba a aparecer la sombra, alargada, sucia y negra, reptando por el pasillo, derramándose por el rectángulo de luz que se colaba en su cuarto a través del vano de la puerta, y desapareciendo mezquina para dar paso a los gritos y los golpes, los insultos y los llantos. Él se encogía bajo las sábanas, se tapaba los oídos y esperaba a que cesase la tormenta. Entonces se levantaba a oscuras, procurando no hacer ruido, y buscaba a su madre. A veces la encontraba en el baño, escupiendo sangre en el lavabo; otras en la cocina, tomando una tila o un Diazepán; otras en la cama, llorando en silencio junto a la sombra que bufaba durmiendo el alcohol.
Siempre se acercaba a ella, la abrazaba y desde sus diez años le decía en voz queda que la quería, que ya había pasado, que todo iba a estar bien, que todo se iba a arreglar. Y ella enseguida se tragaba las lágrimas y le contaba que no pasaba nada, que la sombra tenía mucho trabajo y problemas para sacarlos a los tres adelante, y que por eso estaba nerviosa y a veces lo pagaba un poco con ella, pero que los quería mucho, y que todo lo hacía por ellos. Y entonces le besaba la frente y le metía de nuevo en la cama, y él sabía que durante dos o tres días la sombra no volvería, y que su lugar lo ocuparía papá.
Y a veces se lo creía, cuando su padre pedía perdón a su madre con un enorme ramo de flores al día siguiente, o veía con él los dibujos en la tele, o jugaban juntos tras volver del trabajo, haciéndole cosquillas hasta que se caía al suelo de la risa, y no olía a infierno. Y a su madre ya casi no se le notaba el ojo morado, y reía con ellos.
Pero siempre volvía la sombra.
Aquella noche los gritos y los golpes fueron más fuertes. Esperó hasta que todo estuvo en calma, como siempre, y se levantó a buscar a su madre. Se asustó al encontrarla sentada en el suelo del pasillo, desmadejada como una muñeca rota. Tras la maraña de pelos que tapaba su cara se adivinaba que miraba al vacío con el único ojo que aún podía abrir. Sus labios se veían negruzcos por la sangre que se empezaba a secar. El camisón desgarrado profanaba su intimidad, mostrando los golpes traidores sobre su pecho desnudo e indefenso. Volvió a entrar en su cuarto y tiró de la manta arrugada que le había cobijado minutos antes para tapar con dulzura a su madre con ella.
Le apartó los cabellos de la cara y susurró:
-Mamá... Mamá.