Pero para papá en la imprenta, siempre balanceando como un malabarista el delicado equilibrio entre los crecientes precios de los insumos y lo que razonablemente podía cobrar, sin espantar clientes por sus trabajos. Juan Carlos en la administración del taller de tornería, donde el delegado gremial decidía en forma arbitraria y dictatorial, de acuerdo a su humor de cada día, cuales trabajos eran aceptables para hacer y cuáles no, cuando lo único que se necesitaba era trabajar y nada más.
Pablo en la agencia de seguros, que lidiaba la mitad del tiempo tratando de identificar los reclamos fallutos, que se hacían con denuncia policial y todo, cuya proliferación amenazaba seriamente con llevarlos a la ruina... y yo, en la facultad de agronomía, donde los profesores daban clase de acuerdo con su propio organigrama de paros, licencias por enfermedad, días personales, compensatorios y más o menos todo lo que les viniera en ganas, para llegar a cubrir al final del ciclo lectivo solamente un tercio del programa didáctico, total cobraban igual. O sea nosotros. Nosotros, los que sufríamos las impunes malas artes de los atorrantes, que sólo saben poner piedras en el camino de los demás para obtener beneficios propios.
Encima, cuando venteábamos en familia el vapor de nuestra indignación acumulada, mamá nos seguía recordando que ellos también debían ir al cielo; postura tan opuesta a nuestro propio ferviente deseo, que al menos era un ardiente infierno para todos esos miserables.
Toda una vida de trabajo honesto es ya de por sí difícil de sobrellevar. Pero cuando casi todos los aspectos de esa vida están contaminados por individuos corruptos, carentes de remordimientos, que no se detienen ante nada para conseguir sus objetivos egoístas de ventajas personales, a costa de lo que sea, o de quien sea, la misma existencia se convierte en una mera y dolorosa supervivencia, que puede llegar a drenar de cada uno las fuerzas y el deseo necesarios para seguir viviendo. Es algo terrible y está en todos lados, en todos los niveles. Es como una pestilencia que cada vez se extiende más y más, corroyendo todo lo que la rodea, sin que pareciese que pudiera haber algo que la detenga. El olor del dinero tiene un poderoso encanto, que va más allá de la razón y la conciencia.
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Curiosamente, en los meses previos a la enfermedad de mamá, cada vez que los desmanes de alguno de estos atorrantes nos hacían criticarlo con más dureza que de costumbre en nuestras casi diarias e inútiles diatribas vespertinas, el tipo en cuestión moría o desaparecía al poco tiempo. Tardamos un tiempo en darnos cuenta y creo que fue Pablo, el primero que notó las coincidencias. Nuestra madre, por su parte, invariablemente persistía en su misma postura absolutoria de siempre.