Algo que contar
por Fobio
Los chantas también van al cielo
 
 

Era difícil de creer, pero algo estaba realmente sucediendo. Uno por uno, nos estábamos librando, por obra y gracia de algún extraño remilgo de justicia en alguna parte, de esos personajes que envilecían nuestras vidas cotidianas. La mayoría, nadie habría de sorprenderse, eran muertos a tiros. Calibre 38 corto en todos los casos. Otros, simplemente desaparecían sin dejar ningún rastro. Si no fuéramos todos adultos, hubiésemos pensado que alguno de los súper héroes de nuestra infancia había cobrado vida para llevar a cabo esta indudable tarea de limpieza. Nuestro recurrente tema de conversación a la hora de la cena, dejó su lugar a los comentarios de asombro por las noticias que se iban conociendo cada día y que compartíamos de tan buena gana, ahora con una actitud mucho más laxa que un tiempo atrás. La comida parecía caer con mayor benevolencia en nuestros estómagos, las crispaciones disminuyeron y definitivamente se dormía mucho mejor.

La policía estaba completamente estancada en sus investigaciones. No tenían la menor idea de por dónde empezar. Esos tipos contaban con tantos enemigos, que resultaba imposible individualizarlos e investigarlos a todos. Y los que desaparecían, lo hacían muy bien, pues se esfumaban sin dejar absolutamente ningún rastro que fuese digno de ser seguido.

La gente común, y por esto entiéndase los honestos, empezaron a sentir un alivio en la angustia depresiva que los afectaba crónicamente. Todos hablaban de un ser justiciero, un héroe clandestino que había dado un paso al frente para actuar por el bien de todos. Muchos realizaban solemnes juramentos de absoluta discreción y protección para el benefactor, en caso de llegar éste alguna vez a necesitar cobijo. Esto era casi un milagro y debían a toda costa dejarlo seguir su curso.

Por el muy prudente efecto del temor, muchos de los hasta entonces impunes peces gordos y la mayoría de los corruptos pichones, empezaron a llevar vidas más productivas y menos perniciosas para sus congéneres. Gradualmente hubo una mejoría en esta sociedad tan seriamente infectada. Fue una lástima que nuestro propio entusiasmo se viese mermado, porque todo esto empezó a notarse al mismo tiempo que nuestra madre decaía notablemente en su salud.

***

Con el trajín de cuidar a mamá, lo que hacíamos por turnos, y las constantes idas y venidas a los doctores y el hospital, esto sumado a nuestro endeble intento de proseguir con nuestras ocupaciones diarias, nos fuimos distanciando paulatinamente de nuestras charlas a la hora de la cena. Es más, ya no cenábamos en conjunto. Con el trastoque general de horarios, cada uno de nosotros se las arreglaba como podía para comer algo por las noches. Algunas veces coincidíamos dos, e inclusive tres al mismo tiempo, pero era inusual, así que no había compromisos en ese aspecto.

 
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