Con lágrimas en los ojos, giró suavemente la llave y abrió la cubierta. Lo primero que vimos fue un apretado rollito de billetes sujetos por una bandita elástica, seguramente ahorrados para poder afrontar alguna inesperada eventualidad. A su lado, yacía un sobre celeste con una inscripción indudablemente escrita de puño y letra por mamá, que decía: “Para mi querida familia”. Papá abrió cuidadosamente la solapa y sacó de su interior una sola hoja de papel, también celeste, cuidadosamente plegada. La desdobló para luego leer su contenido dos o tres veces, moviendo levemente los labios mientras lo hacía. Se veía bastante confundido cuando nos entregó la esquela en silencio para que nosotros pudiésemos leerla. La misma decía:
“Queridos esposo e hijos:
Creo no tener que recordarles lo mucho que los amo. Verlos a ustedes felices siempre alegró mi simple existencia. Poder contribuir a lograr esa felicidad, me ha dado una poderosa razón extra para seguir viviendo un poco más. Mucho antes de que ustedes se enteraran, yo sabía lo de mi enfermedad. También intuía que no habría mucho tiempo.
Verlos nerviosos e impotentes ante este mal generalizado en nuestro país, que es la mentira artera puesta al servicio de todo tipo de malas artes, me estrujaba el corazón. Escuchar la profunda amargura volcada en sus charlas a la hora de la cena, único momento del día en que podíamos estar todos juntos, me enfurecía profundamente.
Sé que les molestaba mucho mi convencimiento de que todas las personas, aún las peores, las más ladinas, deben ir al cielo. Pero no para permanecer en él, sino para ser juzgados allí por sus actos y enviados a donde Dios lo crea conveniente. Consideré el bienestar de ustedes, así como el de tantas otras familias trabajadoras, como algo que debía empezar a reconquistarse antes que fuese demasiado tarde. Y decidí llevar a cabo mi humilde contribución, sin cambiar mi postura. Los chantas deben seguir yendo al cielo, pero con un pequeño empujoncito para que puedan elevarse más rápido.
Los sigo y seguiré amando, donde quiera que esté,
Mamá”
Nos miramos azorados en un incómodo y tenso silencio. Papá, más aturdido que antes al ver nuestros rostros, sólo atinó a seguir hurgando con dedos torpes el interior del cofre. Al levantar un fino panel aterciopelado, la negra y pulida silueta de un revólver 38 corto, nos develó la sorpresa final de ese primer domingo sin mamá.
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