Algo que contar
por Fobio
Los chantas también van al cielo
 
 

Otro problema eran las compras. Con mamá enferma muchas veces nos enterábamos que no había tal o cual cosa cuando buscábamos por todos lados y no la hallábamos. Así, teníamos que cambiar a menudo los planes de comida o limpieza sobre la marcha y tratar de acordarse al día siguiente de comprar lo que faltaba en casa.

Era frecuente ver sobre la mesa papelitos con listas de compras garabateadas, que dejábamos en un vano intento por ver si alguien más tendría algo de tiempo disponible para hacer los mandados. Esto nos sirvió para reevaluar la importancia de las tareas que realiza un ama de casa, y comprendimos a los tropiezos, el verdadero valor de lo que día tras día venía haciendo nuestra madre.

Aparentemente, por el momento, las muertes y desapariciones habían cesado. Pero era tal la aprensión que flotaba en el ambiente, que casi ningún rufián se animaba a hacer nada irregular por si el anónimo justiciero reaparecía. Lo chantas eran hijos del rigor.

Después de unos pocos meses de dura lucha desigual, mamá perdió su batalla y se fue con el sol de uno de los primeros días de primavera. Todos quedamos desolados, pues era difícil imaginar nuestras vidas sin su presencia de allí en más. Ya habíamos comprobado en carne propia que ella y sólo ella era capaz de administrar y hacer que nuestro hogar funcionara como tal.

Los días siguientes, llenos de ingratos preparativos, trámites y el desfile de muchos rostros saludando compungidos, transcurrieron como una niebla borrosa en mi mente. Supongo que algo similar les habrá pasado a mis hermanos y a papá.

En la tibia tarde del domingo, luego de un triste almuerzo, cuando todos nos hallábamos en la casa ahora extrañamente vacía, como un hogar desprovisto de alma, decidimos revisar las pertenencias de mamá.

Aparte de sus ropas, documentos, álbumes de fotos familiares y algunas chucherías sueltas de nuestra infancia, sabíamos que ella guardaba sus recuerdos más caros dentro de su joyero de madera laqueada, que mantenía sobre la cómoda del dormitorio. La llave, con un vistoso lazo de cinta roja y un diminuto cascabel atado, estaba puesta en la cerradura. Sobre la brillosa tapa descansaba la vieja y descolorida muñequita de pañolenci, que mamá había comprado a poco de saber que estaba encinta por primera vez, creyendo que Juan Carlos iba a ser una niña.

Papá puso reverentemente la muñeca a un costado, tomó el joyero y se sentó a los pies de la cama posándolo sobre sus rodillas. Los demás permanecíamos de pie a su lado.

 
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