Busqué por las paredes otra de esas lucecitas naranjas que tienen los interruptores en el centro para poder encontrarlos en la oscuridad. Lo vi unos cinco o seis metros más adelante. Al estar en el sótano no había ventanas que dejasen entrar ni pizca de luz, así que avancé despacio, con los ojos muy abiertos, como si de ese modo fuese a ver algo más, sin perder de vista la luz naranja y con el brazo extendido para no tropezar por si hubiese algo en medio del pasillo. Pulsé el interruptor. Nada. Aquello seguía tan negro como el futuro del equipo olímpico de curling de Tanzania. Traté de recordar la disposición de los pasillos. A ver, he entrado, un trozo recto, y luego hay que girar a la izquierda. Después un pasillo el doble de largo que este, y al final hay otro que se cruza. Si sigo recto me estampo contra la pared, justo entre dos puertas. La de la izquierda, la cuarenta y cuatro, debería ser la mía. Pues hala, vamos allá.
Abrí aún más los ojos, tanto que me dolían, y poniendo las dos manos al frente, tipo zombi de película años cincuenta, avancé despacio, pasito a pasito, palpando las paredes y guiándome por las pequeñas luces naranjas de los interruptores, hasta que llegué a un trozo de pared entre dos puertas de metal. Pulsé el interruptor que allí había, por probar, y ¡oh, sorpresa!, tras un dubitativo parpadeo, una solitaria bombilla se animó y su filamento dejó escapar una débil luz. Estaba rara, aquella luz. Mortecina, amarillenta, y vacilante. Me acerqué a ver si estaba floja, comprobé con un dedo que no quemase, y así era, puesto que la acababa de encender, y la apreté con cuidado. En ello estaba, cuando de un lugar indefinido una especie de crujido metálico, como un lamento de chatarra al ser comprimida por una enorme prensa, me hizo darme la vuelta de un salto.
Miré a un lado y a otro, pero no vi nada y el silencio se había adueñado de nuevo del pasillo. Supuse que habría algún vecino dentro de su trastero o que Mariano, el conserje, estaría haciendo algo en el patio y el ruido habría llegado colándose por alguna rejilla de ventilación, pero aún así yo seguía con los pelos como escarpias. La verdad es que aquel pasillo largo, solitario y medio a oscuras acojonaba bastante.
Casi sin querer me encontré silbando de nuevo la canción del mundial, esta vez bajito, sin mucha convicción. Me acerqué de nuevo a mi trastero, saqué el llavero del bolsillo, metí la llave en la cerradura y abrí la puerta hasta que topó con algo que había tras ella. Encendí la luz. Más bien lo intenté, porque siguiendo la tónica de aquella tarde, el interruptor no me hizo ni puñetero caso. Pensé que debía haber algún problema en las luces del sótano, tendría que hablar con Mariano para que lo revisase. Parado bajo el quicio escudriñé el interior del trastero entornando los ojos para, con la escasa luz de la bombilla del pasillo, intentar encontrar la puta sombrilla, o la puta bolsa de playa, o la puta maleta grande con ruedas, entre aquella marabunta de imprescindibles cacharros que no íbamos a volver a usar en la vida.