anterior
siguiente
Escritores
Alpana
 
 

Justo en ese momento un resplandor grisáceo iluminó la pantalla de un viejo televisor portátil, y apenas medio segundo después, con el estruendo metálico de antes pero increíblemente magnificado, la montaña de trastos se levantó ante mí, una mole de tablones, aparatos eléctricos, cajas de diferentes tamaños, cables, lámparas, herramientas, estantes, camas plegables y hasta una bicicleta de montaña, todo mezclado y retorcido. Blandía un enorme cuchillo de cocina de un juego que nos había regalado el padre de mi chica en una de sus  amorfas extremidades -de las de la montaña de trastos, no de mi suegro, y mucho menos de mi chica-, y la Black&Decker con la broca del ocho en la otra.

De un tirón cerré la puerta y me quedé agarrado al picaporte, tratando de discernir si realmente había visto lo que creía haber visto, o estaba alucinando. ¿Habría algún escape de gas en el sótano, o me había sentado mal el repollo de la comida y eran esos gases los que me atontaban? Puse mi mano —la libre, la otra no iba a soltar el picaporte ni de coña— ante mi cara y conté. Uno, dos, tres, cuatro, y cinco. Bien, no sobraba ni faltaba ninguno. ¿Entonces qué…

De nuevo aquel chirrido, grave, lastimero, sin duda procedente de detrás de la puerta del trastero número cuarenta y cuatro, mi trastero. Di un paso atrás.

Aquella cosa debió golpear la puerta con todas sus fuerzas, porque se oyó un ruido espantoso, y la puerta se combó hacia fuera ante mis propios ojos. Otros cuantos pasitos hacia atrás por mi parte. Mientras lo hacía un nuevo golpe hizo que la puerta y el marco fuesen arrancados de cuajo de la pared y saliesen volando hacia mí. Tuve el tiempo justo para tirarme al suelo y así evitar un desagradable, al menos para mi gusto, hostión contra la puerta. El monstruo intentaba salir por el hueco, pero era demasiado grande y no cabía. Parecía no saber qué hacer, pero después de unos segundos empezó a comprimirse con un chirrido agudo y poco a poco fue traspasando el agujero de la pared.

¡Coño! -grité al tiempo que me levantaba y echaba a correr por los pasillos. Las luces, que hasta entonces habían permanecido ciegas a excepción de aquella tímida bombilla, comenzaron a encenderse y apagarse a un ritmo frenético. Yo corría desesperado oyendo a mi espalda cómo se acercaba aquella cosa. En pocos segundos salí al garaje. Puertas que yo pasaba, puertas que caían reventadas a mi espalda instantes después. Seguí corriendo y llegué al acceso a mi escalera. Abrí las puertas, una y dos. El ascensor todavía estaba allí, me pareció una intervención divina, como si estuviese allí esperando expresamente para salvarme, y me metí sin pensarlo un segundo. Pulsé el botón de mi piso, el del piso de abajo, de arriba, y los de un lado y otro si los hubiese habido. Los apreté con todas mis fuerzas, pero el jodido ascensor no arrancaba. Mi implacable perseguidor, siguiendo su fea costumbre de no llamar, tiró abajo las dos puertas anti-incendio.

 
  menu 50