En el almacén, ignoró las miradas curiosas y conmiserativas que los vecinos le dirigían. No habló con nadie y sólo compró algunas cosas como para tirar unos días, pero pidió al dependiente que se las anotara en su libreta de crédito, así no se desprendería del poco efectivo que aún le quedaba. Únicamente Dios sabría cuándo iba a poder saldar esa cuenta. En el camino de vuelta a casa, abrió un paquete de galletitas y fue comiendo algunas hasta sentir que finalmente el alma le volvía lentamente al cuerpo. Terminó de cubrir las pocas cuadras que le quedaban con paso más animado.
Al llegar, hirvió unos fideos, los que comió con manteca y queso, mientras miraba distraídamente la televisión. Después, sintiéndose más relajado por primera vez en muchos días, se tiró sobre la cama, vestido como estaba. Casualmente, vio como la cara del reloj a su lado marcaba las dos de la tarde, antes de cerrar los ojos y sumirse casi inmediatamente en un sueño profundo y necesario.
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La violenta insistencia de los golpes sobre la puerta de entrada, sobresaltaron al criollo Venancio Arellano. Le hizo una seña a su mujer para que permaneciese donde estaba. No era hora de visitas. Mientras se levantaba de la mesa a regañadientes, iba aumentando su ofuscación pues le molestaba sobremanera ser interrumpido durante su frugal cena. Abrió la hoja de sólida madera con un brusco tirón, para encontrarse cara a cara con un tipo alto, patilludo y narigón, que vestía ropas elegantes y usaba sombrero de copa, a la manera de un típico afrancesado. Estaba a punto de cerrarle la puerta en la cara sin decir palabra, pues obviamente el inoportuno intruso había cometido un error, cuando el jóven se interpuso con un brazo, mientras le decía, visiblemente nervioso y muy excitado:
—¡Los ingleses..., se acercan los ingleses! ¡Hay órdenes para todos los hombres aptos de juntarse en el fuerte y ponerse a disposición del comandante-virrey! ¡Ahora...! ¡Vamos, vamos...!
Sin darle siquiera tiempo a digerir debidamente estas palabras, el desconocido tomó a Venancio por uno de sus hombros y lo atrajo con rudeza desde el umbral hacia la calle, haciéndolo trastabillar. En seguida lo aferró por la manga de su vieja camisa, casi rasgándosela, y comenzó a tironearlo con ímpetu tras de sí.
—¿¡Qué diantre estái haciendo, mozo...!? ¿Una chacota pa’ jolgorio? —Venancio se plantó de golpe, echando mano al facón que guardaba en la cintura, tras la faja, pero entonces, el muchacho prudentemente lo soltó para colocarse a cierta distancia, comprendiendo el peligro de una confrontación.