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Fobio
 
 

—No, señor —le respondió con buena dicción y un pronunciado sonrojo en la cara—.  Esto no es broma. Ojalá lo fuera... —Carraspeó y trató de controlar el tono de su voz, antes de proseguir—. El ejército inglés viene avanzando por la costa sudeste del río, desde La Ensenada de Barragán, de donde ha llegado información que desembarcaron hace unos días.
 —Todo indica que quieren intentar repetir lo del año pasado —explicó, refiriéndose evidentemente a la fallida invasión de 1806—. Liniers no quiere perder el tiempo en proclamas oficiales, porque pretende organizar rápidamente una defensa adecuada de la ciudad e interceptar a las columnas enemigas antes que éstas lleguen a Buenos Aires. Por eso nos encomendó a nosotros, un grupo de leales voluntarios, que fuésemos casa por casa, reclutando hombres para llevarlos hasta el fuerte, donde serán sumariamente instruidos...
—Ahá..., ya voy viendo... —Dijo Venancio, más para sí mismo  que para que el otro lo oyera. Miró hacia la puerta de su casa, donde estaba parada en silencio su mujer, quien había observado toda la escena y le preguntó: —¿Vos, escuchaste? —Y ella asintió con una leve inclinación de su cabeza, sin poder disimular el susto—. Tonce, ya hay saber ánde viá estar, prenda —giró hacia el señorito y le dijo secamente, acercándose a él—.  Vámono, pué.
—¿Tiene un arma de fuego? —Se acordó de preguntar repentinamente el desconocido, antes de partir.
—No, con éste me basta y sobra —Respondió el criollo tocando la empuñadura de su enorme cuchillo ya envainado.

La oscuridad de la noche había caído sobre ese incipiente Buenos Aires, pero la actividad en el fuerte era febril. De todas partes llegaban constantemente hombres de diferentes edades, a quienes varios oficiales les preguntaban sus nombres, para anotarlos en las  nóminas de enrolamiento. Luego se los separaba en pelotones de aproximadamente cuarenta integrantes y se les entregaba, a aquellos que no tuvieran, un arma, de un gran montón desordenado que habían apilado cerca del aljibe.

El arma podía ser cualquier cosa que infligiera daño. En realidad, las armas de fuego eran bastante escasas y en su gran mayoría, exclusivamente en poder de los militares, familias adineradas o personajes importantes. Así se repartían entre otras cosas, cuchillos, machetes, lanzas improvisadas, barras de hierro, trozos de cadenas y horquillas de establo.

A Venancio le tocó formar parte de un grupo completamente heterogéneo, donde había españoles, negros, mulatos, zambos y algunos criollos. Al mando de un tal sargento Alarcón, trabajaron toda la noche iluminados tenuemente por faroles de aceite y velas, organizándose y aprendiendo los más elementales rudimentos de estrategia militar. Cerca del amanecer pudieron dormitar un par de horas, antes de partir a caballo hacia Miserere, donde según informes recibidos por la comandancia, saldrían a cortarle el paso a la avanzada invasora.

 
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