Y la reflexión de mis propias sensaciones, me lleva de nuevo a pensar en Ana.”Ya sabrás algún día porque la gente se sonríe, cuando dices “ambiente cálido y húmedo”, pero eso aquí, en nuestro invernadero, quiere decir una cosa totalmente diferente.
Esa humedad caliente, resguarda la vida de nuestras flores.
Me siento en el coche, arranco y conecto las luces, también las nieblas. Me quedo mirando en un momento perdido, el dibujo colorista del impacto de la luz contra el difuminado. Mi sinestesia agradece la niebla, el mundo se torna suave, sin estridencias, lo decía Ana “si sabes cómo entenderla, vivirás sin amargarte con ella”.
Compartíamos muchas cosas, pero creo que la que más nos unía, era esa capacidad suya de saborear el color y la mía de ver el color de la música. El color siempre nos unió. La necesidad de buscar paz lejos de los tumultos. Recordar los días del invernadero de la abuela, es como recordar Alicia en el país de las maravillas…
Cuando poníamos a Bach en el invernadero y sus colores se mezclaban con los de las flores y olían más y sabían más y nos sonreían. Horas en el jardín del Edén, de luz amortiguada, de calidez infinita…. Sacudo la cabeza. ¡Ya me vale de ensoñaciones! Sé que no la llamare, no tengo su teléfono y seguramente yo seré un recuerdo de juventud y punto. “Una prima más”, fue lo que dijo…, “¡No, más valiente!” Le solté, sin saber que lo soltaba. Maldita sea la manía de casarse que tienen las mujeres. Lo sabía, lo supe en el mismo momento que me dijo que casaba (con aquel imbécil, para más inri).
Mi niñez termino aquel día, como el encanto del invernadero, mi primer dolor, mi primera ira, mi primera amargura, mi única venganza… Aprieto los labios y busco el CD del concierto número diez de Vivaldi. La música me sacara de este sonambulismo.
Carretera adelante, me vuelvo a ensimismar. ...¿Cómo fue aquel día? Me recuerdo vestida con aquel ridículo vestidito blanco y los horribles zapatos de charol. ¡Qué guapa estaba ella, qué mayor me pareció de pronto! Los colores del órgano jugaron en la ceremonia con su velo, danzando alrededor de ella. Había cientos de flores…, muchas de ellas de casa, del invernadero. Esa noche no durmió ya en casa.
Esa noche nadie se fijo en mí, o en mi falta. La alegría general de la fiesta me estrangulaba. Me recuerdo descalza, caminando por la hierba del linde del camino, el que bajaba hasta el invernadero, el camino de la muralla. En días de mareas altas, parecía que el invernadero flotaba en el agua. Recuerdo que una vez dentro, me tumbe a mirar las estrellas a trabes del cristal. “Se marcha a Cadiz”, me dije. Solo podía pensar que se marchaba lejos. ¿Quién me explicaría el mundo?, ¿quién se ocuparía de las flores? ¡Cómo podía dejarla irse la abuela!